25 de julio de 2010

Sin título

Y ella estaba allí, en aquella cafetería, esperándole como tantas otras veces. Y él llegó un poco tarde, con una sonrisa en su boca. Él sabía que ella quería decirle algo. Lo supo desde que ella le llamó para quedar aquella tarde. Se sentó a su lado.

-Cómo estás?, le preguntó.
-Regular, respondió ella.

Entonces ella se puso a llorar. Lloraba de rabia, y cuanto más lloraba, más rabia le daba todo. Él la observaba, callado. Cuando por fin sus lágrimas dejaron de caer por sus mejillas, le intentó explicar lo que le pasaba, lo que sentía. Demasiado difícil. No le gustaba su vida, la encontraba vacía, insulsa. No sabía el por qué. Bueno, si lo sabía. Pero no quería admitirlo. Millones de dudas acosaban su mente. Al final, pudo ordenarlas de una manerá más o menos lógica y explicárselo. A cada palabra que salía de su boca, ella se iba encontrando mejor. Él la escuchaba, atento, como si supiese ya lo que ella le iba a decir.
Cuando ella acabó su discurso, él la abrazó. La abrazó mientras le acariciaba su pelo y su espalda.

Él sabía que ella quería decirle algo. Y él también quería decirle algo a ella. Hacía tiempo que los dos sentían lo mismo...y no lo habían querido expresar, quizá por miedo a perder algo que no habían tenido, quizá por miedo a estropear el momento.


Estuvieron así un buen rato. Acabaron su café y salieron a la calle, abrazados. Allí, en aquel callejón, se besaron a modo de despedida.

Y entonces ella despertó. Estaba en casa, en su cama. Miró a su lado y vio que él no estaba allí. En su lugar había otro, durmiendo, ajeno a todo. Y ella volvió a llorar, en silencio, procurando que él no la oyese. Se comió su pena.

Y su vida continuó, insulsa. Y ella sigue llorando en silencio. Y su pena se la comió a ella.

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